Las cinco de la mañana
El humo asomaba por encima de la colina, arrastrado por un viento que no hacía ruido. Miró hacia abajo y vio unos ojos que brillaban, prestos a llorar a la primera palabra. Que no se dijo. Se incorporó en su caballo negro cubierto de sudor y lo dirigió al paso hacia la cima de la colina.
Caballo y jinete avanzaban cabizbajos conscientes del destino que les esperaba, casi con total seguridad. Su silueta resignada se recortaba contra la luz rojiza de los fuegos del valle que quedaba a sus pies.
El olor acre de madera y carne quemadas hizo resoplar al caballo. Él se abrochó la hombrera de su armadura de cuero, se ajustó en vendaje de su brazo izquierdo y sintió una punzada de dolor. Acarició la crin a su compañero de batalla y le susurró:
-Una vez más, amigo, una vez más… démosles tiempo.
Miró hacia atrás una vez más y sus ojos suplicaron. Tres sombras bajaron la cabeza y partieron en dirección contraria tanrápido como les permitía el peso de su escaso equipaje.
Silbó.
Al momento apareció un enorme mestizo de mastín con la cara cubierta de sangre y un ojo cerrado y ensangrentado, se colocó a su lado y ladró moviendo el rabo mientras lo miraba con su único ojo útil.
El jinete respiró hondo y sus pulmones se llenaron de aroma de batalla.
Azuzó a su caballo y partió al galope colina abajo lanzando un grito de rabia y desesperación, la espada mellada en la mano derecha y un dolor lacerante en el brazo izquierdo que apenas le permitía sujetar las riendas. Galopaba ciego de ira hacia la batalla que estaba perdida desde hacía horas. Apenas quedaban compañeros luchando, habían caído casi todos a manos del enemigo.
Pero no había alternativa, las hordas hostiles habían matado todo lo que respiraba ahí detrás, había que retrasarlos lo máximo posible.
Se lanzó en tromba contra un grupo de unos 15 soldados de infantería enemigos que luchaban contra cuatro jinetes lanceros amigos, derribando a tres de ellos en el lance. Hizo girar al caballo y volvió a atacar al mismo grupo, gritando como un poseso, y abatió a otro enemigo más antes de que su caballo cayese de bruces con una lanza enemiga clavada en el pecho, haciéndole caer unos cinco metros más adelante y perdiendo su espada.
Dos enemigos corrieron con sus espadas en alto dispuestos a acabar con su vida, pero uno de ellos cayó con el cuello atravesado por la lanza de un jinete de la resistencia, pero el otro no cejó en su empeño.
El brazo le ardía y podía sentir la sangre resbalando hacia sus dedos. Intentó incorporarse pero el golpe lo había dejado mareado y no era capaz de mantener el equilibrio. El soldado enemigo corría imparable hacia él y él lo podía ver como si viniese a cámara lenta. Los momentos previos a la muerte se viven así, pensó.
De repente se oyó un gruñido animal, unos ladridos feroces y el sonido de unas grandes patas a la carrera.
Sintió una sensación húmeda y cálida en la cara, cerca de los ojos y la nariz y…
¡Joder, Trufo, ahora no, que son las cinco de la mañana! ¡No muevas tanto el rabo y recoge la lengua que no pienso jugar contigo!
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