Amor en la oficina.
El amor es como ese pedo inconveniente que empuja la puerta de salida con la fuerza de un millón de caballos desbocados en la reunión más importante del año. Nunca sabes cuándo te va a llegar. Pero te llega. Siempre te llega el amor.
El amor le llega a todo el mundo, sin excepción. Para cada roto hay un descosido.
Yo estaba cabreado como una mona con la cabeza metida en el suelo técnico intentando aclarar una maraña de cables que no iban a ningún sitio para ver si servían para algo o no. Lo cierto es que me estaba divirtiendo bastante. Tenía a Daisy dos plantas más abajo junto a los switches, jugando al latiguillo ruso a mi orden sin ningún remordimiento. Además de obedecer mis órdenes sin titubear, sé que estaba experimentando el placer de desconectar equipos al buen tuntún porque a cada poco oía gritos furiosos de usuarios desconectados.
Algunos vinieron a la zanja donde me encontraba para recriminarme que los desconectase por las buenas, pero al incorporarme y girarme lentamente con sonrisa de maníaco y un manojo de cables grueso como maromas de crucero en cada mano reculaban, palidecían y salían corriendo.
Algunos, más valientes aún, permanecían mudos sosteniendo mi mirada, pero huían despavoridos cuando por el walkie sonaba la voz inhumana, fría y aséptica de Daisy diciendo «¿A quién le toca ahora?».
Ensimismado como estaba, no pude darme cuenta antes. El amor había llegado a mi lado y no me había enterado.
Me di cuenta tarde, tal vez, y por ello me perdí momentos irrepetibles que no podré narrar, pero al menos os puedo contar lo que pude vivir con el corazón encogido en el hueco de la palma de la mano, con ese miedo a respirar por si se rompe la magia.
-Daisy-, dije por el walkie-talkie.
-Qué-, sonó inerte, como siempre.
-Deja eso. Luego seguimos.
Y luego silencio en el aparato. Daisy nunca se despide ni te confirma que ha recibido el mensaje. Es la máxima expresión en un ser humano de la verdad incontestable «no news, good news».
Até los cables que tenía separados con dos vueltas de cinta y los solté en el fondo del hueco del suelo. Sali con sigilo y me acerqué un poco. Allí estaba ella.
El ojo inexperto la hubiese considerado una de tantas. Nada más lejos. Blanca como la nieve, apenas un metro cincueta y ciento treinta kilos de peso, coronados por un deslumbrante azul intenso que te destrozaría los ojos del alma más negra. Una monstruosa impresora multifunción hacía incansablemente su trabajo al otro lado de la habitación. De los despachos aledaños salía gente a recoger sus papeles sin fijarse siquiera en ella.
Pero todo el mundo tiene un alma gemela. Y el alma gemela de esta impresora, que tras este día de gloria pasó a llamarse Juliet en el inventario; resultó ser un señor bajito y anodino, de pelo relamido y gafas de concha ovaladas. Rondando los cincuenta años, con su traje planchado a conciencia, con mimo y atención al detalle, su corbata de espigas de trigo ordenadamente diagonales. Él vino por el pasillo y se quedó a su lado. Juliet pareció notar su presencia porque dejó de imprimir unos segundos, chasqueó la grapadora y después siguió con su tarea.
El Romeo de nuestra Juliet, que resultó llamarse Protoceo Sansinvida, reclamador de impagados. Profesión de futuro y partidazo para quien lo supiera ver. El amor flotaba en el aire , entre Romeo y Juliet se sentía electricidad estática desde un kilómetro de de distancia. Un vigoroso campo magnético pugnaba por hacer saltar por los aires las convenciones sociales y dejar que el amor fluyese entre máquina y luser con el ímpetu y la desesperación ansiosa del millón de copias de ella y los cincuenta años de él.
Protoceo Sansinvida permaneció a diez centímetros de Juliet con la ansiedad dibujada en su rictus. En su interior, su corazón pujaba para que su mano estableciese el contacto prohibido con su amada. Pero no lo hizo, se quedó junto a ella mientras los demás lusers llegaban a recoger papeles y se marchaban por donde habían venido. Otros venían con papeles, pulsaban unos botones para poner a Juliet a escanear y se marchaban de nuevo. Pero él no. Sansinvida se quedó allí, junto a ella.
Durante mucho tiempo permanecieron uno junto al otro, sin hablarse, como sólo los amantes verdaderos saben hacer. Ella imprimía sin descanso mientras él lanzaba miradas de odio a quienes la hacían trabajar.
Al cabo de un tiempo, el led indicador de trabajo en curso dejó de parpadear en Juliet. Sansinvida sonrió lleno de gozo y salió corriendo hacia su despacho, no sin antes realizar un grácil fouetté incapaz de contener su alegría. En todos los departamentos entraba y gritaba a voz en grito, incapaz de ocultar la sonrisa que le decoraba la cara:
-¡Imprimo! ¡Imprimo yo! ¡Cuidado! ¡Voy a imprimir!
Con la emoción, el pobre infeliz entró incluso dos veces en algunos departamentos. Cuando su alegría se lo permitió, se metió en su despacho, se sentó en su puesto unos segundos y salió corriendo de nuevo hacia Juliet. Pensé que se fundirían en un abrazo, pero Sansinvida simplemente llegó y esperó a que Juliet parpadease con su led y después expulsase su impreso.
Sansinvida la recogió con devoción y acarició el papel tibio . Lo sujetó contra su pecho y volvió a proclamar a los cuatro vientos que iba a imprimir. Sin importarle los gritos de envidia que le reprobaban su efusividad al anunciar su amor incondicional, volvió a su despacho y mandó imprimir de nuevo.
Juliet le esperó parpadeando con su led verde y luego, cuando su amado llegó hasta ella, emitió un pitido y mostró un mensaje en su pantalla, que Sansinvida leyó con arrobo. Picado de curiosidad accedí a la interfaz web de la impresora sintiéndome sucio por entrometerme en las intimidades de una pareja de enamorados. Pero tan emocionada estaba ella que ni siquiera lo notó, y si lo notó no lo demostró. En su azul pantalla mostraba:
«Bandeja uno vacía. Alimente bandeja y pulse para continuar»
Vaya. Así que era eso. Ella había dado el primer paso y le pedía contacto. Pero Sansinvida no se decidía y miraba en derredor, tímido tal vez, temeoroso quizá. Tan absorto estaba yo con la escena que no me percaté de que me podían ver claramente. Sansinvida se acercó corriendo. Temí que fuese a hacer otro fouetté.
-¡Hola! ¿Tú eres Wardog, verdad?
-Sí.
-¡Qué bien que estés aquí! ¡Ven!-Y se fue dando saltitos y mirando alternativamente a su amada y a mí.
Cuando llegamos junto a Juliet, Sansinvida señaló la pantalla con un dedo corto y huesudo.
-Mira lo que dice. ¿Qué hago?- me preguntó.
-Pues no sé. ¿A tí qué te pide el cuerpo?
-Hombre, pues yo tocaría, claro.
-Pues si es lo que te dice el corazón, adelante-. Pensé en ese momento en mi fama de tipo insensible, frío y bestia. En que la estaba echando por tierra. En que ya nadie se creería mi papel de tipo duro. En que dejaría de ser un BOFH. Pero ese amor era tan fuerte, que cualquier precio a pagar por que se consumase era nimio en comparación.
-Pero es que no puedo-, me dijo en voz baja.
-¿Por qué no puedes?- se acercó un poco más a mi.
-Porque no me dejan.
-¿Cómo que no te dejan? ¿Quién no te deja?
-Barrabás. Dice que cuando la toco la estropeo y se la desconfiguro. Y yo no hago nada, sólo hago lo que ella me pide-, dijo con las lágrimas a punto de desbordarle los párpados.- Dice que sólo él la puede tocar, que es suya.
Qué poco me esperaba yo un triángulo amoroso. Juliet se debatía entre dos amores. Uno fuerte y enérgico, impulsivo y violento; mientras que el otro era un tierno, un dulce y blando baño de decadencia respetuosa.
No pude hacer otra cosa. Tuve que tomar parte.
-Tócala tú.
-¿Y si la rompo?
-No la romperás. Seréis muy felices.
-¿Eh? Bueno, lo que tú digas. Pulsaré.
Y con reverencia, paladeando el momento, pulsó el botón verde. El mundo daba vueltas alrededor de Sansinvida, embriagado de amor. El dedo permaneció sobre el botón unos segundos, hasta que Juliet volvió a pitar y mostró el mismo mensaje que antes en pantalla. Quería que la tocase otra vez. Ella ya había decidido. Una y otra vez Sansinvida pulsaba el botón y una y otra vez Juliet le pedía más y más. Así siguieron hasta que no pude más, y, aunque azorado, dije con voz firme:
-Pero ponle papel, animal, que te vas a quedar sin yema en el dedo.
-Ah.
Le puso papel y Juliet imprimió los cinco folios con más amor que imprimió en su vida, y juraría que al terminar, incluso, hizo parpadear la luz de datos una vez más de la cuenta. Ambos, exhaustos, se quedaron en silencio uno junto al otro unos minutos.
Volví a mi agujero a separar cables tras localizar de nuevo a Daisy y sonreía cada vez que Protoceo Sansinvida proclamaba su amor a los cuatro vientos e imprimía y tocaba a Juliet por fin, con alegría y sin miedo.
Barrabás imprimió también algunas veces y maldijo e incluso golpeó a la pobre Juliet en alguna ocasión, absolutamente despechado. Pero Juliet y Sansinvida ya eran felices.
Yo, henchido de alegría, volví luego a mi despacho y me puse a bucear en documentación para hacer aún más feliz a la nueva pareja. Cada vez que Sansinvida mandaba algo para imprimir, Juliet, la impresora, sacaba después un folio con un corazón al pie y, en letra manuscrita:
Te amo, Protoceo. Siempre te he amado.
-tuya siempre, Juliet.
Y, cada vez que Barrabás imprimía algo, Juliet añadía:
Jódete, Barrabás, Sansinvida es mucho más hombre que tú.
No te mereces nada.
Juliet.
Y desde entonces, cada vez que Barrabás y Sansinvida se cruzan por un pasillo, o junto a Juliet, se miran desafiantes, sabedores de su victoria y su derrota respectivas, pero, con total seguridad, sin resignarse a luchar por su amada.
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